Tuesday, March 09, 2010

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EL ACUSADOR

Seudónimo: Perros salvajes


Cuando la inesperada fuerza del viento le tomó por sorpresa, Designio Wauska se tocó el santo. Sintió el vértigo del final justo en el instante en que abrió una de las ventanas más grandes del último piso, adonde había hecho el esfuerzo casi sobrehumano de subir para realizar uno de los pocos actos que todavía podían ayudarle a seguir adelante. Con la estatuilla de oro entre los dedos y el viento acariciándole el rostro, empezó a sentir la ciudad.


Le sobrecogía el hecho de advertir cada parte de su imperio venir hacía él desde el lugar del universo que ocupase. Las voces de los niños, más cerca del suelo que las demás, eran las que más rápido le llegaban por rebote. El eco subterráneo de los tacones de las prostitutas y el rechinar de los revólveres que venían de la Av. Progreso le recordaban a su niñez, y las apresuradas aspiraciones de los pequeños sicarios en una casa continúa le recordaban de su inocencia olvidada. Olía los hervideros del mercado aún así éste estuviera ubicado a mas de dos canchas de fútbol de distancia y se decía a sí mismo que era capaz de sentir la frialdad de la ignorancia comprada de los policías a más de un kilómetro de distancia. A pesar de no haberla visto nunca –pensaba- esta ciudad es mía para siempre.


Designio fue víctima de su madre. La toxoplasmosis que excretaban los gatos le habían vuelto ciego dentro del vientre de aquella vagabunda que hacía las veces de puta los días en que alcanzaba a llegar temprano a los baños comunitarios y de ropavejera los días que no. Vino al mundo envuelto en una oscuridad de la cual no despertaría nunca. Ella murió y el pequeño fue mandado a una invasión en las afueras de una ciudad costeña donde su abuelo viudo pasaba las últimas miserias de su vida. Lugar donde no cayeron en cuenta de la discapacidad de la criatura hasta años después al ver que ésta se arrastraba entre la mugre por miedo a golpearse contra las paredes.


Alto y bronceado por las horas que pasaba trabajando como constructor en las casas de adobe de la invasión, con la estatuilla de oro que siempre le colgaba del cuello, el Caimán, de quien algunos sabían con certeza que el sobrenombre venía de haber mandado a un hombre al cementerio de una mordida a la yugular en una riña de borrachos, tenía una pequeña pero feroz banda de sicarios que funcionaba bajo el nombre de Los Adrenalina.


Fue una noche en que Designio, incapaz de dormir por el zumbar de las moscas, escuchó a la banda deliberando cerca de la carretera sobre el asesinato de un Doctor que no sabía cerrar la boca en los mítines del partido político que dominaba la ciudad. Cuando el ciego se dio cuenta de los errores mortales del plan, se escabulló fuera de la choza de su abuelo y entre los hombres al lado de una autopista que recorría toda la costa del continente expuso, con una sabiduría que trascendía sus siete años, los problemas y soluciones del planeamiento de Los Adrenalina.


El Doctor fue asesinado con un profesionalismo que dejó perplejo a todo el cuerpo policial de la ciudad y el Caimán nombró a Designio como su consejero personal.


Con golpes blitzkrieganos Los Adrenalina empezaron a aterrorizar la ciudad y no pasaría mucho tiempo hasta que Designio conociera los oscuros ardores con que el Caimán demostraba su amor. Una noche de fiesta, aprovechándose de la torpeza del pequeño ciego, el Caimán cayó encima de él dispuesto a robarle la inocencia, dándole leves golpes en la cara con el santo que le colgaba como péndulo mientras maniobraba para someterlo. En un momento de pericia sobrehumana cogió uno de los fierros tirados esparcidos en la choza y metió aquel metal en el recto del líder de Los Adrenalina como una espada que regresa a su funda. Tomó el santo y palpándolo le raspó los ojos hasta robarles el dorado y lo pasó sobre su cabeza. En los años siguientes, al responder la pregunta de los prudentes e incautos del porque ese detalle en la estatuilla, Designio respondía, implacable.


- Para tener un Dios que se parezca a mí.


El tiempo y la violencia hizo de Designio un hombre poderoso. Con planes maestros de los cuales sus compañeros sólo sabían pequeñas partes se adueñó de la banda y le quitó el ridículo nombre para evitar seguimientos o represalias. Ocultó su ceguera a todos menos a los pocos que establecían su círculo de confianza y empezó a comprar sólo ropa blanca y rasurar completamente su cabeza, más nunca se quitó el santo. Se hizo un despacho con piso de madera hueca y les regalo pulseras con cascabeles de otro a todos sus subordinados. Entrenó los sentidos de los cuales dependía para sobrevivir al extremo de manejarse por la vida aún mejor que cualquier hombre vidente y no conoció debilidad alguna sino hasta que Mercedes De Urí se le cruzó en el camino.


En la primavera de sus años mozos, la gorda Meche, de quien siempre se dijo muchas cosas menos que era puta o traicionera, lo enamoró con los dulces que hacía atrás de el edificio base del creciente imperio de Designio. A pesar de él llevarle más de una década de vida se amaban con la impertinencia y dulzura de los primeros amores y hasta le llegó a revelar, en una noche de confesiones, que era más ciego que la justicia.


Ocurrió que estaba llegando a la ciudad después de unos negocios en el norte cuando se acordó de uno de los episodios que le cambiaron la vida. Él había convencido al tercer mando de una facción paramilitar emergente de que traicionara a sus compañeros para que él se adueñase de un cargamento cuantioso de armas y dinero que venía de otro país. En el lugar acordado, se encontró con su amigo mientras peleaba con la muerte ahorcado de un árbol y los miembros del partido revolucionario esperándolo. Eliminaron al puñado de subordinados que había traído consigo y pusieron a Designio bajo la sombra del cuerpo del ex tercero en jefe. La mierda del cuerpo del traidor lo empezó a bañar de pies a cabeza, el jefe máximo de los paramilitares le habló, de una manera pausada y calmada, de la confianza y los peligros de perderla. Le dejaron ir con la condición de no volver.


A pesar de lo macabro del método, Designio atesoraba ese día como una lección de vida y, al sentir la urgencia de la vejiga le dijo que parara al chofer al lado de la carretera. Era una intersección de caminos. Se bajó el cierre cerca de un matorral solitario y en ese preciso instante sintió un roce en el animal que en otra ocasión hubiera apreciado sino fuera por lo inesperado del momento.


Iracundo, se acercó al carro acomodándose los pantalones. A Designio Wauska nadie se le acercaba sin que el supiera. No hubo respuesta a sus injurias en el coche y cuando le tocó el rostro al conductor se apartó asustado puesto a que su cara estaba congelada en una eterna expresión de asombro. En el momento que pensó que estaba muerto una voz lo sorprendió desde atrás.


-No lo está.


Designio volteó la cara y la voz ahora le hablaba de otro lado humanamente imposible puesto a que era demasiado rápido como para que el ciego no se diera cuenta. Le hablaba sobre su vida, con detalles de Los Adrenalina y el actual imperio que dejaron a Designio perplejo. Se apretó el santo contra el pecho y se creyó víctima de una mala broma. Pensó algo de lo que se arrepintió rápidamente por lo estúpido que sugeria y la voz dijó.

-¿Pero qué es el diablo sino Dios en una borrachera?

Acontecido, el ciego toco a lo que se posó frente a él para descubrir que era un hombre con una cara ajada y un saco de tela dura. Sin pulso ni latidos, y con un pecho que retumbaba de lo vacío. Pero en apariencia humano. Cuando se le ocurrió preguntar que quería, el diablo le dijo.


-Te están traicionando.


Antes que le pudiera intentar otra cosa, la presencia se había ido. Con el olor del matorral irrumpiendo en su nariz, Designio escucho al chofer terminar un largo bostezo y al guardaespaldas murmurando en el carro.


-Creo que el jefe está hablando con su pichula.


En los días siguientes, trató de olvidarse del incidente en la carretera y convencerse que fue una mala pasada de sus sentidos, un momento de debilidad que no dejaría pasar de nuevo, pero no podía engañarse. Más aún cuando, sistemáticamente su imperio se estaba poco a poco viniendo abajo.


Pequeños incidentes a los que antes no tomaba atención ahora se le salían de sus manos. Cada vez más frecuentemente, cargamentos eran confiscados y los policías que antes se hacían los ciegos ahora arrestaban con justicia draconiana a todo sospechoso. Un día su ventana rompió en pedazos a causa de un ladrillo pintado de azul con inscripción grabada para que él la leyera: ¿De que color soy?


Lo sabían.


El secreto que tanto había guardado no por vergüenza sino para ahuyentar inútiles amenazas de incautos se sabía y sólo un puñado de personas tenían el poder de divulgarlo. Le ahogaba la sensación de haber subido tan alto sólo para tener la oportunidad de poder perderlo todo.


Mando a llamar a las personas más allegadas y cuando escuchó sus respiraciones empujando levemente la puerta de su despacho los hizo pasar. Dos que estuvieron con él desde los años de la invasión, su abogado y Mercedes. Les ordenó con extremo desapego que se paren frente a él con los puños bien cerrados y empezó a escuchar. Desde el escritorio, los latidos eran constantes y pausados, y tenía que hacer un esfuerzo por separar un ritmo del otro. Inciertos, ellos le miraban inusitados mientras él se les paraba muy cerca para examinarles las mejillas. Nada. Ni un ligero cambio de temperatura en ninguna de ellas. Exasperado gritó ¡Traición! Y esperó unos minutos a que los inocentes se calmaran. Un de los corazones, el que parecía estar bombeando para el cuerpo de un elefante, le dio la respuesta que necesitaba.


A Mercedes le hizo sentar después de que todos ya se habían ido y, por un teléfono que casi nunca utilizaba, gritó al auricular lo suficientemente alto como para que ella se sintiera responsable que mataran al abogado por traición. Luego la besó en la mejilla con un sentimiento tan amargo que las lágrimas que le caían de los ojos que nunca habían funcionado le bañaban el cuello del vestido. Se colocó frente a su rostro y dio gracias por haber nacido ciego y no tener ese sentimiento de mirar a una casa vacía. Mercedes, inmóvil, se quedó en la silla mientras él subía los últimos pisos del edificio.


-¡Puta! – gritó.


La misma voz y la misma rapidez incorpórea de una noche meses atrás se materializó ante Designio mientras se mordía todo el dolor para no derrumbarse en las escaleras. La voz sin latidos ni aliento le hablaba de tesoros y reinos a cambio de alguna maquinación fantástica del tiempo de esas que sólo las divinidades saben arreglar, pero él como si escuchara llover. El viento le tomó por sorpresa y se tocó el santo. Miró la ciudad y no la sentía. No era suya. ¿Algo alguna vez algo le perteneció? La confusión del diablo era aún mayor mientras veía sin respuesta el cuerpo de Designio Wauska que caía y caía.

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