Tuesday, March 09, 2010

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Me he comprado una nueva pc y he estado limpiando la antigua para dársela a mi padre y he econtrado estos cuentos. Los he leído. Creo que el tiempo que ha pasado desde que los escribí (2 o 3 años) me a hecho verlos y valorarlos de otro modo. Estos cuentos no ganaron nada y no se si esa es una buena razón para ponerlos aquí.

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AEROPUERTO DE PARÍS

Seudónimo: Raindog


Hay una imagen que me viene a la cabeza cuando pienso en nosotros: estamos esperando un avión en el Charles de Gaulle. Estás conmigo en la sala de embarque porque el encargado es un antiguo novio tuyo pero no deberías estar aquí. El que se va soy yo. Echado en cinco asientos escucho At least that’s what you said de Wilco por esos gigantes audífonos que te hacían reír, con la cabeza en tu regazo. Como sabes, esa canción me hace dormir. Tienes esa chalina ploma de flecos desordenados que se enredan con tu cabello. Me miras las orejas y quieres acariciarlas, pero no puedes por la estúpida regla que nos hemos puesto. Ahora volteas la cara hacia el ventanal por donde ves los rayos del sol naciendo y rebotando contra el fuselaje de los aviones pensando (eso creo) en lo que harás cuando me haya ido.


No he desempacado nada de lo que usé en Europa, Sofi. La ropa sigue ahí junto a tus regalos. No he abierto nada en dos semanas. Sólo tengo la última foto que nos tomamos bajo una luz fuera del Matunni, en Florencia. Es de noche y el mundo es amarillo. El único que mira a la foto soy yo, pues tu no puedes quitar los ojos de mi asquerosa barba. Y si te preguntas que ha pasado con ella, pues ya me la corté. Fue lo primero que hice al llegar aquí. El calor Sophie, ¿te conté sobre el calor verdad? De cualquier manera, vuelvo a estar, por un pequeño momento, en la mesa del Matunni, esa que escogimos en la esquina del restaurante, teniendo la única cena romántica de toda nuestra relación, de toda nuestra vida. El mozo nos mira reír, imposibilitado de penetrar en nuestro mundo. (¡Estaba esperando que cate el vino, sofi!)


Sobre la mesa está la revista de cine que me regalaste. La vine leyendo todo el viaje de regreso y ahora la tengo a la vista para que los invitados vean donde he estado. Ya sabes lo ridículo que puedo ser, Sofi. En fin, todavía no encuentro ese parecido entre Brando y yo del que tanto no parabas de hablar. El pequeño concurso en plena rue de Rivoli con la revista abierta de par en par al lado de mi rostro, preguntando a los transeúntes quien era el original y quien la copia, es uno de los momentos mas tragicómicos de mi vida.


No hay teléfono en casa como para poder volver a burlarme de tu voz. Es tan nasal Sofi. Siempre te dije que no iba con tu rostro. ¿Sabes cual es una de mis fotos favoritas de ti? Caminando por la orilla de aquella playa en Mallorca. Despierto sin nadie a mi lado y ya te imaginas lo que estoy pensando. Luego salgo a la sala y tus maletas siguen ahí. Sonrío. Me acerco al balcón y ahí estas tú en ese vestido celeste con los ojos de jade despiertos, la arena de la mar encaramada a tus pies y un grupo de españoles sentados en la acera tomándose su tiempo al mirarte pasar. Grito tu nombre desde nuestra habitación y volteas a verme molesta por exponerme en calzoncillos.


Pero Sofi, nunca debimos habernos prometido nada. Esa mañana, en el tren a Bayern, mientras esa anciana austriaca (¿lo era?) nos miraba con desaprobación, no debimos, no debí hacerte prometer nada. Habíamos pasado la noche anterior en el bar del tren. Nunca me había emborrachado en uno y quería hacerlo. Tú habías ido en ese tren varias veces. Me contaste sobre tu madre y todos los novios que había tenido, yo te conté cosas que no le he contado a nadie. Dormimos la borrachera abrazados encima de las sabanas, muriéndonos de frío y al otro día tuve que decirte eso. No sentir más de lo que nuestros corazones puedan aguantar.


El día que me di cuenta que tenía que volver fue cuando caminábamos por el supermercado en Viena y sonó esa canción “… sé que te traté bastante mal, no sé si eras un ángel o un rubí, te vi, te vi, te vi” Era la primera canción en castellano que escuchaba en meses. Aunque aborrezca a Fito. Bailamos en medio de la tienda y me susurraste al oído quédate pero nuestro reloj ya había empezado una cuenta regresiva inevitable. Más tarde, frente a la Catedral de San Esteban, tendríamos nuestra primera noche juntos. Nos recuerdo en aquella habitación en el centro de Viena. La procesión de la iglesia nos tapa los oídos pero no nos importa. Es tan natural como si lo hubiéramos estado haciendo todas las noches de los dos meses que llevamos viajando. Tus cabellos en mi rostro, feliz de haber descubierto algo que ahora sé no era placer, besándome, besándome, besándome como si quisieras sacar todo el aire de mi cuerpo.


Decidí abrir mi maleta de una vez por todas y esparcir todos los souvenirs del país que visité. Tú fuiste un país Sofi, un país dentro de Europa. He recordado nuestro juego de las escondidas en el coliseo Romano y tu caída en las aguas de Venecia (¡eran sucias, Sofi!), persiguiéndonos en la madrugada de Barcelona y probándonos ropa que nunca hubiéramos podido comprar en Madrid, el beso que me diste en Lisboa cuando te dije que quería conocer la casa de Pessoa y el día que perdimos buscando mi celular en la Casa de los Clérigos, tu baile del tubo en el tren Italia- Austria – Alemania (esa anciana austriaca) y lo bien que les caíste a mis amigos de Bayern, nuestros polos a rayas negras de los días en París, la pereza que nos impidió subir la torre Eiffel y el amor que te traicionó en el aeropuerto.


Estoy mentalmente en el Charles de Gaulle, Sofi. Escuchando la canción de Wilco sobre tu regazo. Está llegando la parte favorita de toda la canción, cuando Jeff Tweedy dice con esa voz tan condenadamente melancólica “ …así que talvez lo que necesitas es que te deje sola” y una de tus lágrimas cae en mi mejilla. La limpias de mi rostro acariciándome rápidamente porque has visto en el reproductor lo que estoy escuchando y piensas que me he dormido. Pero no lo estoy, Sofi. No puedo hablarte pero tampoco puedo dormir las últimas horas que paso en tu país. Estoy mirando tus rodillas, viajando hacia atrás a un momento que me cambió la vida. Un momento que hasta hoy nubla todo el presente. Antes de conocernos. Supongo que al final uno piensa en el comienzo, Sofi. Estoy en Italia pero estoy perdido, soy un latinoamericano perdido en un continente extraño. A punto de tirar todo por la borda. Sentado en una banca en medio de Plaza de Duomo el sol me deja leer claramente Doctor Pasavento. Tú estás a unos metros tras de mí pero no nos adelantemos, esto es antes que pase esa ambulancia y yo voltee la cara y note que estés ahí. Antes que me siente a tu lado, me presente y finja no conocer el regreso a mi hotel. Antes de empezar ese viaje por toda Europa que terminaría una madrugada en el aeropuerto de París. Mucho antes de eso (visto desde hoy así lo parece). Este instante es cuando estoy leyendo una novela que trata sobre desaparecer: tú y yo nunca nos hemos conocido, nunca nos hemos amado.

2

EL ACUSADOR

Seudónimo: Perros salvajes


Cuando la inesperada fuerza del viento le tomó por sorpresa, Designio Wauska se tocó el santo. Sintió el vértigo del final justo en el instante en que abrió una de las ventanas más grandes del último piso, adonde había hecho el esfuerzo casi sobrehumano de subir para realizar uno de los pocos actos que todavía podían ayudarle a seguir adelante. Con la estatuilla de oro entre los dedos y el viento acariciándole el rostro, empezó a sentir la ciudad.


Le sobrecogía el hecho de advertir cada parte de su imperio venir hacía él desde el lugar del universo que ocupase. Las voces de los niños, más cerca del suelo que las demás, eran las que más rápido le llegaban por rebote. El eco subterráneo de los tacones de las prostitutas y el rechinar de los revólveres que venían de la Av. Progreso le recordaban a su niñez, y las apresuradas aspiraciones de los pequeños sicarios en una casa continúa le recordaban de su inocencia olvidada. Olía los hervideros del mercado aún así éste estuviera ubicado a mas de dos canchas de fútbol de distancia y se decía a sí mismo que era capaz de sentir la frialdad de la ignorancia comprada de los policías a más de un kilómetro de distancia. A pesar de no haberla visto nunca –pensaba- esta ciudad es mía para siempre.


Designio fue víctima de su madre. La toxoplasmosis que excretaban los gatos le habían vuelto ciego dentro del vientre de aquella vagabunda que hacía las veces de puta los días en que alcanzaba a llegar temprano a los baños comunitarios y de ropavejera los días que no. Vino al mundo envuelto en una oscuridad de la cual no despertaría nunca. Ella murió y el pequeño fue mandado a una invasión en las afueras de una ciudad costeña donde su abuelo viudo pasaba las últimas miserias de su vida. Lugar donde no cayeron en cuenta de la discapacidad de la criatura hasta años después al ver que ésta se arrastraba entre la mugre por miedo a golpearse contra las paredes.


Alto y bronceado por las horas que pasaba trabajando como constructor en las casas de adobe de la invasión, con la estatuilla de oro que siempre le colgaba del cuello, el Caimán, de quien algunos sabían con certeza que el sobrenombre venía de haber mandado a un hombre al cementerio de una mordida a la yugular en una riña de borrachos, tenía una pequeña pero feroz banda de sicarios que funcionaba bajo el nombre de Los Adrenalina.


Fue una noche en que Designio, incapaz de dormir por el zumbar de las moscas, escuchó a la banda deliberando cerca de la carretera sobre el asesinato de un Doctor que no sabía cerrar la boca en los mítines del partido político que dominaba la ciudad. Cuando el ciego se dio cuenta de los errores mortales del plan, se escabulló fuera de la choza de su abuelo y entre los hombres al lado de una autopista que recorría toda la costa del continente expuso, con una sabiduría que trascendía sus siete años, los problemas y soluciones del planeamiento de Los Adrenalina.


El Doctor fue asesinado con un profesionalismo que dejó perplejo a todo el cuerpo policial de la ciudad y el Caimán nombró a Designio como su consejero personal.


Con golpes blitzkrieganos Los Adrenalina empezaron a aterrorizar la ciudad y no pasaría mucho tiempo hasta que Designio conociera los oscuros ardores con que el Caimán demostraba su amor. Una noche de fiesta, aprovechándose de la torpeza del pequeño ciego, el Caimán cayó encima de él dispuesto a robarle la inocencia, dándole leves golpes en la cara con el santo que le colgaba como péndulo mientras maniobraba para someterlo. En un momento de pericia sobrehumana cogió uno de los fierros tirados esparcidos en la choza y metió aquel metal en el recto del líder de Los Adrenalina como una espada que regresa a su funda. Tomó el santo y palpándolo le raspó los ojos hasta robarles el dorado y lo pasó sobre su cabeza. En los años siguientes, al responder la pregunta de los prudentes e incautos del porque ese detalle en la estatuilla, Designio respondía, implacable.


- Para tener un Dios que se parezca a mí.


El tiempo y la violencia hizo de Designio un hombre poderoso. Con planes maestros de los cuales sus compañeros sólo sabían pequeñas partes se adueñó de la banda y le quitó el ridículo nombre para evitar seguimientos o represalias. Ocultó su ceguera a todos menos a los pocos que establecían su círculo de confianza y empezó a comprar sólo ropa blanca y rasurar completamente su cabeza, más nunca se quitó el santo. Se hizo un despacho con piso de madera hueca y les regalo pulseras con cascabeles de otro a todos sus subordinados. Entrenó los sentidos de los cuales dependía para sobrevivir al extremo de manejarse por la vida aún mejor que cualquier hombre vidente y no conoció debilidad alguna sino hasta que Mercedes De Urí se le cruzó en el camino.


En la primavera de sus años mozos, la gorda Meche, de quien siempre se dijo muchas cosas menos que era puta o traicionera, lo enamoró con los dulces que hacía atrás de el edificio base del creciente imperio de Designio. A pesar de él llevarle más de una década de vida se amaban con la impertinencia y dulzura de los primeros amores y hasta le llegó a revelar, en una noche de confesiones, que era más ciego que la justicia.


Ocurrió que estaba llegando a la ciudad después de unos negocios en el norte cuando se acordó de uno de los episodios que le cambiaron la vida. Él había convencido al tercer mando de una facción paramilitar emergente de que traicionara a sus compañeros para que él se adueñase de un cargamento cuantioso de armas y dinero que venía de otro país. En el lugar acordado, se encontró con su amigo mientras peleaba con la muerte ahorcado de un árbol y los miembros del partido revolucionario esperándolo. Eliminaron al puñado de subordinados que había traído consigo y pusieron a Designio bajo la sombra del cuerpo del ex tercero en jefe. La mierda del cuerpo del traidor lo empezó a bañar de pies a cabeza, el jefe máximo de los paramilitares le habló, de una manera pausada y calmada, de la confianza y los peligros de perderla. Le dejaron ir con la condición de no volver.


A pesar de lo macabro del método, Designio atesoraba ese día como una lección de vida y, al sentir la urgencia de la vejiga le dijo que parara al chofer al lado de la carretera. Era una intersección de caminos. Se bajó el cierre cerca de un matorral solitario y en ese preciso instante sintió un roce en el animal que en otra ocasión hubiera apreciado sino fuera por lo inesperado del momento.


Iracundo, se acercó al carro acomodándose los pantalones. A Designio Wauska nadie se le acercaba sin que el supiera. No hubo respuesta a sus injurias en el coche y cuando le tocó el rostro al conductor se apartó asustado puesto a que su cara estaba congelada en una eterna expresión de asombro. En el momento que pensó que estaba muerto una voz lo sorprendió desde atrás.


-No lo está.


Designio volteó la cara y la voz ahora le hablaba de otro lado humanamente imposible puesto a que era demasiado rápido como para que el ciego no se diera cuenta. Le hablaba sobre su vida, con detalles de Los Adrenalina y el actual imperio que dejaron a Designio perplejo. Se apretó el santo contra el pecho y se creyó víctima de una mala broma. Pensó algo de lo que se arrepintió rápidamente por lo estúpido que sugeria y la voz dijó.

-¿Pero qué es el diablo sino Dios en una borrachera?

Acontecido, el ciego toco a lo que se posó frente a él para descubrir que era un hombre con una cara ajada y un saco de tela dura. Sin pulso ni latidos, y con un pecho que retumbaba de lo vacío. Pero en apariencia humano. Cuando se le ocurrió preguntar que quería, el diablo le dijo.


-Te están traicionando.


Antes que le pudiera intentar otra cosa, la presencia se había ido. Con el olor del matorral irrumpiendo en su nariz, Designio escucho al chofer terminar un largo bostezo y al guardaespaldas murmurando en el carro.


-Creo que el jefe está hablando con su pichula.


En los días siguientes, trató de olvidarse del incidente en la carretera y convencerse que fue una mala pasada de sus sentidos, un momento de debilidad que no dejaría pasar de nuevo, pero no podía engañarse. Más aún cuando, sistemáticamente su imperio se estaba poco a poco viniendo abajo.


Pequeños incidentes a los que antes no tomaba atención ahora se le salían de sus manos. Cada vez más frecuentemente, cargamentos eran confiscados y los policías que antes se hacían los ciegos ahora arrestaban con justicia draconiana a todo sospechoso. Un día su ventana rompió en pedazos a causa de un ladrillo pintado de azul con inscripción grabada para que él la leyera: ¿De que color soy?


Lo sabían.


El secreto que tanto había guardado no por vergüenza sino para ahuyentar inútiles amenazas de incautos se sabía y sólo un puñado de personas tenían el poder de divulgarlo. Le ahogaba la sensación de haber subido tan alto sólo para tener la oportunidad de poder perderlo todo.


Mando a llamar a las personas más allegadas y cuando escuchó sus respiraciones empujando levemente la puerta de su despacho los hizo pasar. Dos que estuvieron con él desde los años de la invasión, su abogado y Mercedes. Les ordenó con extremo desapego que se paren frente a él con los puños bien cerrados y empezó a escuchar. Desde el escritorio, los latidos eran constantes y pausados, y tenía que hacer un esfuerzo por separar un ritmo del otro. Inciertos, ellos le miraban inusitados mientras él se les paraba muy cerca para examinarles las mejillas. Nada. Ni un ligero cambio de temperatura en ninguna de ellas. Exasperado gritó ¡Traición! Y esperó unos minutos a que los inocentes se calmaran. Un de los corazones, el que parecía estar bombeando para el cuerpo de un elefante, le dio la respuesta que necesitaba.


A Mercedes le hizo sentar después de que todos ya se habían ido y, por un teléfono que casi nunca utilizaba, gritó al auricular lo suficientemente alto como para que ella se sintiera responsable que mataran al abogado por traición. Luego la besó en la mejilla con un sentimiento tan amargo que las lágrimas que le caían de los ojos que nunca habían funcionado le bañaban el cuello del vestido. Se colocó frente a su rostro y dio gracias por haber nacido ciego y no tener ese sentimiento de mirar a una casa vacía. Mercedes, inmóvil, se quedó en la silla mientras él subía los últimos pisos del edificio.


-¡Puta! – gritó.


La misma voz y la misma rapidez incorpórea de una noche meses atrás se materializó ante Designio mientras se mordía todo el dolor para no derrumbarse en las escaleras. La voz sin latidos ni aliento le hablaba de tesoros y reinos a cambio de alguna maquinación fantástica del tiempo de esas que sólo las divinidades saben arreglar, pero él como si escuchara llover. El viento le tomó por sorpresa y se tocó el santo. Miró la ciudad y no la sentía. No era suya. ¿Algo alguna vez algo le perteneció? La confusión del diablo era aún mayor mientras veía sin respuesta el cuerpo de Designio Wauska que caía y caía.

Wednesday, October 14, 2009

LEVANTAMUERTOS




Una eulogía basada en hechos reales.


Caminamos por el pasadizo del velatorio mientras prendemos las luces del techo y de las capillas; a pesar de ser las nueve de la mañana afuera, en el fondo de la Funeraria siempre está oscuro. La señorita Elva, una mujer morena, adulta, de caderas anchas y que, de acuerdo al negocio, siempre viste un uniforme negro, nos llama a mi y a Eduardo, o el Ponsi como le dicen aquí, a la oficina. Nos toca instalar un velatorio.


Mientras desarmamos la capilla y sacamos la alfombra crema que ha elegido la familia, Carmen, el chofer, nos apura desde el timón de la furgoneta Ford. Le ponemos el protector a las torres de luz, la carretilla para el ataúd, la cruz y la caja de conexiones para las torres. Solo nos falta el reclinatorio y me ofrezco a traerlo. Le pregunto a la secretaria cual llevo y me señala uno ya con la funda puesta. Lo llevo rápidamente a la Ford y partimos.


Llegamos a un garaje en Santa María cuando bajamos rápidamente a instalar las cosas para el velatorio. Hay poca gente en el lugar y se apartan en el acto cuando entramos con la alfombra y la caja de conexiones como si no quisieran ni rozar la capilla desmontada ni a quienes la instalan. Poner todo en su lugar nos demora unos veinte minutos y cuando probamos las luces para el velatorio me llega un sentimiento de inquietud al ver el sagrario combinar con la decoración navideña de la sala y el Feliz Navidad que cuelga de columna a columna. Eduardo trae el reclinatorio, lo último que faltaba instalar, y cuando le quita la funda nos sorprendemos de que sea crema, haciendo que todo el velatorio dorado se vea ridículo. Una de las señoras nos pregunta si ese es el color que los hijos del difunto escogieron. Antes que pueda responder, Ponsi le dice que sí y acto seguido me voy afuera porque escuché que Carmen me llamaba.


Subuu y puntu ul cinturun me dice. Le digo que ok y después de unos segundo me vuelvo y le pregunto ¿Qué? Me vuelve a decir Subuu y puntu ul cinturun! un poco más alterado y apuntando a la Ford. Intuyo qué quiere decir y subo a la furgoneta.


De lo poco que alcanzo a entender concluyo que vamos a traer un muerto del hospital Belén. Carmen se cuadra justo al frente de la puerta de la calle Ayacucho y bajamos rápidamente a abrir la parte de atrás de la furgoneta. Mientras el Ponsi y yo instalábamos la capilla, Carmen recogió el ataúd. Blanco y con decoraciones que pretendían pasar por plata genuina. Le pone una funda encima y lo ponemos en una carretilla de oro. Carmen compra unas pastillas en la farmacia mientras yo muevo el féretro a través de la pista. Los carros se detienen sin yo siquiera pararlos. Una de las ventajas de trabajar con la muerte. Mientras me abren la puerta del Hospital algunos carros se quedan mirando morbosamente pensando conseguir aunque sea un vistazo del muerto que no saben que no tengo aquí todavía. Me encuentro con el hijo y hermanos del fallecido. El hijo, un hombre adulto, obeso y de semblante en otras ocasiones amenazador se muerde las lágrimas mientras que el hermano nos mira indiferente a mí y al ataúd. Bajamos al mortuorio cuando el vigilante nos dice que podemos pasar.


Carmen justo cuando yo ya no tenía otra opción más que empezar a quitarle las sábanas al muerto. Lo despojamos de toda tela. El hijo se estremece cuando descubrimos el cuerpo delgado de un hombre de mediana altura, con la boca abierta y los ojos cerrados, los brazos y piernas en posición de darse un baño solar, llagas en ambas manos, el pañal cubriéndole el sexo, el cadáver de un hombre de ciento cuatro años de acuerdo al obituario publicado ese mismo día.


Carmen se pone a trabajar de inmediato los parientes le entregan el terno que le han escogido para el funeral. Lo empieza a cambiar maniobrando con el cadáver como si fuera un muñeco de paja. Completamente indiferente mientras yo le alzo la cabeza para que le ponga la camisa. El cuerpo se siente frío, como sostener hielo envuelto en algodón. Carmen le quita el pañal y yo no puedo evitar alejarme pero no lo suficiente como para dejar de sujetarle las piernas. Le limpia las nalgas y la parte baja de los testículos como si limpiara una mancha que se quedó en el espejo. Los parientes no lo dicen pero se nota la sorpresa en sus caras al ser testigos de la frialdad de Carmen. Cuando termina, le ajusta el pantalón, destornillo la tapa del ataúd, lo acomodamos ahí y lo llevamos a la casa de la familia.


Al llegar veo que Eduardo solucionó el problema del reclinatorio trayendo el indicado. Ponemos el féretro en el centro de velatorio y Carmen habla con los parientes. Esas llallitas en sus manos van a explotar el viejo va a oler a muerto les dice, negocia con ellos la aplicación de formol para que eso no suceda. Ellos aceptan. Traigo el formol y la aguja hipodérmica guardada en un compartimiento del tablero de la Ford. Carmen pide estar a solas con el difunto y pide algodón. En una pequeña batea vacía veinte ml de formol y llena la aguja. Le abre la camisa a José Edmundo, que es el nombre del finado según veo en el cartel que anuncia su velatorio, e introduce una aguja de seis centímetros en su estómago. Cuando la intenta sacar, forcejea un poco ya que la piel se pega a la aguja y se estira hasta poco más de treinta centímetros por encima del cuerpo. Repite la acción varias veces. Luego recarga la inyección y pincha en el muslo izquierdo .Se le cae un poco de formol encima del pantalón pero no parece importarle. Luego le inyecta la aguja en ambas manos, directamente en las llagas y luego, con el algodón remojado en la batea le inunda la boca. Cojo la máquina de afeitar para cortarle los pelos alrededor de la boca. Como lo hago gentilmente, Carmen me la quita y lo hace rápidamente. Ni que le fuera a doler -dice. Ya empezó el verano, pero cuando paso la mano sobre el cadáver hay una capa de frío sobre él, como si la muerte le saliera del cuerpo.


Recojo las cosas, atornillo el ataúd y Carmen cobra. Luego, nos vamos.


En la Ford le pregunto a Carmen sobre donde aprendió a aplicar formol. Me dice, y esta vez habla con más claridad, que el Jefe lo mandó a Colombia y a Miami a seguir talleres y cursos, que esto lo viene haciendo desde hacía veintiocho años y que empezó a mi edad. Se soba la barriga y atiende una llamada del Jefe. Corta y me dice que me va a dejar en el centro para que me vaya a mi casa más temprano para que vuelva antes de las dos de la tarde. En la entrevista para entrar al trabajo, Don Marcelino me dijo que tenían un experto en tanatopraxia y prácticas de embalsamiento que había sido mandado a capacitaciones en el extranjero. Nunca me imaginé que ese experto era el chofer.


El calor de principios de una tarde de verano se cuela por las paredes de la sucursal que la Funeraria tiene frente al Estadio Mansiche. Es ahí donde están los uniformes para los funerales. Un terno negro, pantalón gris con una línea oscura a cada costado, corbata negra y camisa. Somos cuatro los que nos cambiamos para el servicio. Los ternos son de invierno y las camisas no están lavadas. A pesar del sudor que implica cargar un ataúd sobre los hombros, el dueño se empecina en lavar los trajes cada dos y hasta tres usadas.


Subimos en las carrozas y limousine.


Carmen maneja la limousine y va con el Ponsi y Alex, otro miembro del personal. Mientras que yo voy en la carroza que lleva las flores, con Humberto, el chofer y Luis, un contratado externo. Llegamos a la iglesia Santo Domingo y entramos en el velatorio. Entre parientes llorando y otros con los ojos inyectados de sangre sacamos las lágrimas y flores del camino, nos ponemos el ataúd al hombro y caminamos hacia la iglesia. Es una caminada lenta y el peso del muerto lo hace más fácil. Parece como si lo hubieran enterrado con todas sus cosas. Llegamos a la parte frontal del templo y dejamos el féretro listo para la misa de cuerpo presente. Los cuarenta minutos que dura la pasamos riéndonos y llenando crucigramas en la parte del fondo.


Cuando terminan los ritos avanzamos hacia el cajón para llevarlo al carro e irnos al cementerio. Los familiares le piden a Alex, que es el que lidera el grupo que esperemos un momento, que es la última vez que lo van a ver. Tenemos otro muerto que enterrar más tarde y no estamos a tiempo así que Alex cierra el marco del ataúd y lo llevamos fuera de la iglesia. En plena calle, los parientes, que no son muchos, nos piden que caminemos un poco para lucir al muerto. Caminamos a pesar del dolor de hombros y después de media cuadra de caminata lo subimos a la limousine. Vuelvo a la carroza con Luis y bajamos en el cementerio Jardines de la Paz. Parados en la limousine, esperando que lleguen todos los parientes, me doy cuenta que soy el más pequeño de todos, que por eso el cajón posa todo su peso en mí.


Tenemos que caminar unos ciento cincuenta metros hacia la tumba. Lo hacemos lente, tenemos que hacerlo lento mientras me muerdo el dolor del hombro. Visto desde atrás el ataúd debe parecer un barco luchando por no hundirse, con el lado inferior derecho hundiéndose en el agua, el lado inferior derecho es mi lado. Llegamos justo antes de que el brazo se me cayera y cuando ponemos el féretro en la maquina que lo bajaría hasta el fondo de la tumba a Eduardo se le cae una moneda que tenia en el bolsillo de la camia.


Pa’l muerto-dice, apenado. Volvemos a la funeraria.


Recojemos un muerto que se velaba dentro de la Funeraria y lo llevamos al cementerio de Miraflores. Sólo Alex, Carmen y yo. Los familiares habían escogido la sexta fila del pabellón San Felipe. La sexta fila queda a dos pisos del suelo. Antes de subirlo por una de las escaleras que usan los limpiadores, los parientes le dan el último adiós. Se toman fotos junto a él. No puedo evitar sonreír para los flashes. Viendo a este muerto me doy cuenta que, como los recién nacidos, todos los muertos son iguales. No hay mucha diferencia entre este y el que le sujete las piernas en la mañana. Subimos la escalera con bastante esfuerzo. En el último escalón un último empujón logra meter el ataúd al nicho.


Ya, que se pudra. -dice Alex, mientras nos vamos entre las miradas de sorpresa e indignación de los parientes.

Monday, February 09, 2009

casi casi

Gané una mención honrosa en el concurso de cuento de la última feria del libro de Trujillo. Si a alguien le interesa aqui está lo que presenté. Felicitaciones a Andrea Fernandez que ganó el 1er puesto, yo la descubrí.



FUEGO EN LOS OJOS DEL HOMBRE

Seudónimo: Raindog


Para que un árbol tenga ramas que lleguen al cielo

debe tener raíces que lleguen al infierno.

Nietzche

La gente dice que el coyote es un brujo.

Muchas veces el brujo es un coyote.

Cormac McCarthy, Meridiano de Sangre

La cruz en lo alto del estrado tiene luces tras ella que al prenderse la ensombrecen creando una silueta negra divina. Sobre el suelo toda la asamblea canta mirando hacia ella, extasiada, como si estuviera esperando al mismísimo Mesías. Afuera el frío de la noche, adentro el calor del fervor de los fieles. Los camarógrafos y el equipo de producción calibran los lentes y ponen los detalles a las últimas luces. En una de las columnas que sostienen el cielo un hombre de rostro arrugado y saco raído se apoya. Bajo la cruz un letrero dice: ¡Tengo sed!

El hombre despertó sobre la tierra del desierto, con la mirada puesta en los pequeños montones de hierba esparcidos discriminadamente entre las piedras, como eligiendo sobre qué lugar crecer. Las sombras de lo poco que había parecían dibujadas por una mano divina, perfectas debido a la fuerza del sol dando de lleno contra esa parte de mundo. Se levantó y limpió el polvo de su camisa. Estaba hecha harapos. Un dolor en la parte baja de la costilla derecha le atacó como un puño y arqueó su cuerpo violentamente hacia delante. No recordaba quien era ni de donde había venido y por qué demonios se encontraba en medio de la nada.

El canto de la asamblea se eleva hacia el cielo.

En el cuarto más grande de la iglesia, Designio espera sentado el momento de salir. Juega con la estampilla de un santo, pasándosela entre los dedos mientras escucha los cánticos y rezos a lo lejos. Es un toro encorvado de espaldas anchas y rostro macizo, con la quijada prominente y ojos de jade que se esconden tras los parpados. Siente la puerta chillar tras él y una muchacha de piel cobriza, casi mujer, sin maquillaje pero dueña de una belleza salvaje, indómita, vestida con la falda obligatoria hasta los talones lleva un vaso con whisky y una servilleta en las manos. Designio piensa en el padre que nunca tuvo, si en algún lugar estará pensando en él. Si acaso aprobaría lo que hace. Se levanta y dirige hacía ella tomándola del brazo, examinándola como un animal nuevo. Le besa en los labios violentamente, la toca con vehemencia. No te niegues a nada que él te pida, le ha dicho su padre y ella obedece como Daniel ante el león. Las manos agrietadas y peludas del pastor la atraen contra su pecho. Ella no gime ni llora. Designio la deja sin terminar y la chica desaparece, en el acto, como un puño cuando se abre la mano.

Vagaba por el desierto sudando demasiado como un hombre botado por el mar en la orilla más seca de la costa. Aminoraba el paso cada vez más ante la persistencia del paisaje. Árido, silencioso, infame. No podía precisar el día ni la hora. Tenía la certeza que debía caminar en contra de las montañas pero en el oeste no encontraba ni siquiera una fina línea de horizonte azul.

La noche antes de llegar se había soñado entre dos precipicios que formaban un pasadizo por el cual sólo cabía un hombre a la vez. Atravesando el camino veía como en el gran muro de piedra a su derecha se dibujaba la imagen de un lagarto, un dinosaurio enorme, y en el otro una mujer que nunca había visto pero que en el sueño reconocía como su madre. La fina línea del cielo en lo alto brillaba dorada. Al llegar al final del estrecho todo fue consumido por el fuego. Despertó en medio del bus de servicio nocturno que lo llevaba a la ciudad donde ahora se encontraba, más confundido que asustado, mirando a los demás empañar las ventanas con el humor de sus cuerpos. Viajaba por tierra siempre debido a un incurable miedo a las alturas.

Bebió el whisky y subió al estrado entrando por una puerta trasera. Las luces de las cámaras le cerraron los ojos por un segundo. Todo estaba planeado a partir de aquí, cada movimiento estaba calculado y estudiado, hablaría, sanaría a quien tuviera que sanar y volvería al camerino. Ante la inmensidad del pastor todos los fieles eran piedras, inmóviles ante algo más grande que ellos. Caminó de un extremo a otro del estrado lentamente con el camarógrafo siguiéndole en paralelo desde el piso y en el fondo se escuchó una tos ahogándose con verguenza. Designio pasó su mirada sobre los hombres y la detuvo en uno de ellos, recostado contra una columna, mirándolo directamente, sonriendo como un desquiciado. Designio pensó en aquellos incrédulos, que entran de cuando en cuando a sus templos a ver por sus propios ojos los ritos del pastor. Le ignoró y empezó.

El hombre se encontró caminando sin rumbo por demasiado tiempo y una sed tortuosa se apoderó de él. Se arrodilló en el suelo y miróse las manos llenas de líneas, como senderos de tierra mil veces transitados. Escarbó hasta que el polvo encontró el camino hacia su garganta y cayó a merced del sol en un ataque de carraspeo. Cuando paró de toser se quedó observando la bóveda y se preguntó a cuantos pies de altura empezaba el cielo.

Como en un trance movía los brazos en el aire de tal manera que parecía pelear con algo invisible. Entre los fieles había quienes lloraban y se daban de golpes contra el pecho y en las paredes rebotaban las ondas de su voz. Desde el estrado Designio acusaba.

Nuestro Dios viene pero no en silencio, delante de El un fuego destructor, a su alrededor una fuerte tormenta. Jubilosos griten. Con vítores a dios en la boca. Espadas de dos filos en las manos.

Bajó del estrado y siguió gritando mientras tomaba fuertemente a los distintos creyentes de la cabeza y ellos lo miraban aterrorizadas. ¿Crees que mereces el reino portándote como lo estas haciendo? ¿Lo crees? Una muchacha rompió a llorar frente a él. Vendrá el verdadero dios y lo bendecirás pues el te bendecirá con fuego.

Subió al estrado y su repentina calma dejo al público confundido, fue como ver una bomba reconstruirse en reversa, aprisionando toda la explosión en el aire, confinándola en su centro. Dos ayudantes subieron con ahínco a un joven obeso de piernas extremadamente flacas y torcidas que se sostenía por unas muletas enormes. La quijada caída, dispuesta a soltarse del cráneo, la mirada estrábica. Designio lo miró desafiante. El enfermo en un extremo y él en otro. ¿Quieres salvarte? El muchacho afirmó con la cabeza. Alguien con tan poca voluntad no merece salvarse. Sí, quiero, gritó el muchacho y su voz era la de un niño. Designio dio unos pasos hacia delante y gritó con el brazo amenazante extendido hacia el joven.

¡FUEGO!

Como golpeado por un susto el joven retrocedió de un salto.

¡FUEGO!

El joven se tambaleó descalabrándose entre las muletas. Ahora Designio parecía un ser de otro mundo, su espíritu se había inflado tanto que los fieles le miraban atónitos. Los ojos como piras funerarias.

¡FUEGO!

Con un estruendo el joven cayó metros atrás desde donde estaba parado. Las muletas en el piso. Como atravesado por alguna lanza invisible, el muchacho quedó con la mirada en el techo y los brazos extendidos. En algún lugar de la ciudad, una anciana se sienta al borde de su asiento con la mirada fija en el televisor mientras los creyentes estaban inmóviles como fotografías.

El hombre se levantó una vez más y las sombras empezaron a desaparecer. El sol quemándole la cabeza. Caminó unos pasos y la convulsión volvió de aquel lugar donde habitan todos los dolores aprisionándolo en su propio cuerpo pues se tiró al suelo con la cabeza casi tocándose las pantorrillas y juró que ese era el lugar donde iba a morir. Lágrimas le brotaban de los ojos como pequeños chorros de agua entre los cimientos de una represa que no resiste más. El sufrimiento fue menguando de la misma manera que la marea baja en las playas y poco a poco se paró, temblando y descubrió una persona que a lo lejos le miraba.

El joven no despertaba después de varios minutos de silencio despiadado. Siempre los que habían sido sanados regresaban a la vida milagrosamente en un acto previamente ensayado. Luego de quedar tendidos en el piso, levantaban una mano y cerraban el puño, se paraban por sí solos y la asamblea explotaba en cánticos de alabanza. Hoy no había sido así. Designio, imperturbable, esperó un poco más hasta que tuvo que acercarse, con la gracia y soberbia de un rey forzado a tocar a un plebeyo, al muchacho solo para comprobar, apenas lo tocó, que su piel ardía como si alguien hubiera incendiado su interior. Se tiró hacía atrás sin poder esconder la cara suspendida en una mueca de estupefacción. Los fieles se dieron cuenta del terror de su ídolo y la familia del joven se abalanzo al estrado y Designio se dirigió al camerino.

Que mierda ha pasado.

Ese no era el chico que entrenamos.

Mierda, como que no era.

Parece que era un enfermo de verdad. Pensamos que usted lo había preparado todo.

Mierda.

Designio empujó al asistente en su salida del camerino con tal fuerza que este se quedó tendido en el piso. El séquito que lo había acompañado desde la otra ciudad le llevó al hotel y ahí se quedó enclaustrado hasta el día siguiente. No salió ni aún cuando los fotógrafos y creyentes se agolparon a las paredes de su hotel. En la autopsia de ley habían encontrado el interior del chico completamente chamuscado y Designio estaba perdido. Sus asistentes nunca habían visto al hombre tan desesperado. Pasó toda la tarde golpeando las paredes del cuarto y cuando entraron a llevárselo de vuelta a su ciudad lo encontraron agazapado en un rincón de la habitación con los puños pintados de sangre y el rostro hinchado como víctima de envenenamiento, las ropas maltrechas y llorando.

Recordó todo cuando divisó a lo lejos, al otro hombre mirándole de vuelta.

Se vio subiendo al autobús, acomodándose en los dos asientos que había comprado y tapándose los oídos para no escuchar las protestas de quienes lo habían seguido hasta la estación, mirando hacía la oscuridad de la carretera, tratando de adivinar que se escondía en ella. Pensándose un asesino.

Luego el choque.

El golpe seco de la inercia, acompañando al bus, dando vueltas cuando este las daba, mientras veía los cuerpos caer hacía el costado y hacía delante. Despertándose o no en medio de la furia. Él cayendo sobre el cuerpo de una señora en un asiento contiguo sintiendo otro cráneo rompiéndose bajo su cuerpo. Luego escapando a rastras entre los vidrios rotos. Otro sobreviviente reptando entre los escombros y el fuego con el hueso asomándose del codo y parte de la cabeza con el cabello arrancado por un raspón violento. Él caminando lejos del choque hacia las montañas. Volteó la cabeza y vio un camión de carga empotrado en lo que antes era la parte frontal del bus en una fusión monstruosa. Un grito de dolor a la distancia. Fue hacia él y se encontró con un muchacho aproximadamente de la misma edad y el mismo destino del joven que el día anterior había matado por un acto sobrenatural. Un pedazo de luna se le había incrustado en la garganta, la sangre le brotaba como un vómito hasta que dejó de gritar.

Llegó hasta el hombre que le observaba cuando el sol caía en el horizonte y la luna se asomaba. Se encontraba parado sobre una piedra en el medio del desierto, una pierna alzada, con los brazos abiertos y la sonrisa perturbadora, imitando a un acróbata. Alcoholizado. Era el hombre de la iglesia, el que miraba recostado contra la columna. Los pelos alborotados y la cara rasgada por el tiempo. Su voz era como si la hubieran sumergido en ron, puesto a secar con humo de cigarro y luego tirada en la carretera para ser arrollada por un auto.

Tú estabas en la iglesia.

Tu también.

Sabes que he hecho.

No

Pero si estuviste ahí

Sé que pasó pero no sé que hiciste

¿Qué haces aquí parado en medio de la nada?

No es tu problema

¿Ibas en el bus? ¿Te chocaste tú también?

No

¿Qué haces aquí?

El hombre no respondió y empezó a cantar una canción.

Me gusta mi ciudad / con una pequeña gota de veneno/ Oh cariño cariño / todos tienen ataques al corazón /¿Hizo el diablo la tierra mientras Dios dormía?

Agitó sus brazos en el aire como un cuervo y cuando Designio siguió su camino lo detuvo.

¿Qué se sintió poder matar a alguien solo con decirlo?

Designio le quedó mirando.

¿Cómo fue sentir la fuerza de tu voluntad saliendo de tu cuerpo y matar a otra persona?

El pastor se abalanzó contra el hombre como un animal pero este se esfumó en el aire y reapareció cuando Designio estaba en el piso. El pastor, aterrorizado, retrocedió con los codos magullados apoyándose en la tierra.

¿Qué eres? Tú hiciste lo que pasó en la iglesia. ¡Fuiste tú!

No, todos vimos como TÚ levantaste el brazo y como TÚ mataste a ese pobre muchacho.

¡No! Eres el diablo o algo así.

El hombre se rió.

No existe el diablo – dijo el hombre estirándose sobre la piedra fingiendo que despertaba de un sueño profundo- sólo un Dios dipsómano.

Designio vio el fuego en los ojos del hombre, se reconoció y empezó a correr. Estaba bastante lejos cuando escuchó que el hombre gritó.

¡HIJO!

Todo cobró sentido. Se volteó y aunque había ganado distancia, el hombre estaba tras él sobre la misma piedra. Con los brazo abiertos a la espera de el pastor. El fuego en sus ojos se encendió; en las montañas un rayo partió el silencio.

Sus labios se movían solos, eran de otra persona que nacía en su interior en ese mismo instante, parido por el fuego. Musitó.

Padre.

Y es así como el fin comienza.