Wednesday, October 14, 2009

LEVANTAMUERTOS




Una eulogía basada en hechos reales.


Caminamos por el pasadizo del velatorio mientras prendemos las luces del techo y de las capillas; a pesar de ser las nueve de la mañana afuera, en el fondo de la Funeraria siempre está oscuro. La señorita Elva, una mujer morena, adulta, de caderas anchas y que, de acuerdo al negocio, siempre viste un uniforme negro, nos llama a mi y a Eduardo, o el Ponsi como le dicen aquí, a la oficina. Nos toca instalar un velatorio.


Mientras desarmamos la capilla y sacamos la alfombra crema que ha elegido la familia, Carmen, el chofer, nos apura desde el timón de la furgoneta Ford. Le ponemos el protector a las torres de luz, la carretilla para el ataúd, la cruz y la caja de conexiones para las torres. Solo nos falta el reclinatorio y me ofrezco a traerlo. Le pregunto a la secretaria cual llevo y me señala uno ya con la funda puesta. Lo llevo rápidamente a la Ford y partimos.


Llegamos a un garaje en Santa María cuando bajamos rápidamente a instalar las cosas para el velatorio. Hay poca gente en el lugar y se apartan en el acto cuando entramos con la alfombra y la caja de conexiones como si no quisieran ni rozar la capilla desmontada ni a quienes la instalan. Poner todo en su lugar nos demora unos veinte minutos y cuando probamos las luces para el velatorio me llega un sentimiento de inquietud al ver el sagrario combinar con la decoración navideña de la sala y el Feliz Navidad que cuelga de columna a columna. Eduardo trae el reclinatorio, lo último que faltaba instalar, y cuando le quita la funda nos sorprendemos de que sea crema, haciendo que todo el velatorio dorado se vea ridículo. Una de las señoras nos pregunta si ese es el color que los hijos del difunto escogieron. Antes que pueda responder, Ponsi le dice que sí y acto seguido me voy afuera porque escuché que Carmen me llamaba.


Subuu y puntu ul cinturun me dice. Le digo que ok y después de unos segundo me vuelvo y le pregunto ¿Qué? Me vuelve a decir Subuu y puntu ul cinturun! un poco más alterado y apuntando a la Ford. Intuyo qué quiere decir y subo a la furgoneta.


De lo poco que alcanzo a entender concluyo que vamos a traer un muerto del hospital Belén. Carmen se cuadra justo al frente de la puerta de la calle Ayacucho y bajamos rápidamente a abrir la parte de atrás de la furgoneta. Mientras el Ponsi y yo instalábamos la capilla, Carmen recogió el ataúd. Blanco y con decoraciones que pretendían pasar por plata genuina. Le pone una funda encima y lo ponemos en una carretilla de oro. Carmen compra unas pastillas en la farmacia mientras yo muevo el féretro a través de la pista. Los carros se detienen sin yo siquiera pararlos. Una de las ventajas de trabajar con la muerte. Mientras me abren la puerta del Hospital algunos carros se quedan mirando morbosamente pensando conseguir aunque sea un vistazo del muerto que no saben que no tengo aquí todavía. Me encuentro con el hijo y hermanos del fallecido. El hijo, un hombre adulto, obeso y de semblante en otras ocasiones amenazador se muerde las lágrimas mientras que el hermano nos mira indiferente a mí y al ataúd. Bajamos al mortuorio cuando el vigilante nos dice que podemos pasar.


Carmen justo cuando yo ya no tenía otra opción más que empezar a quitarle las sábanas al muerto. Lo despojamos de toda tela. El hijo se estremece cuando descubrimos el cuerpo delgado de un hombre de mediana altura, con la boca abierta y los ojos cerrados, los brazos y piernas en posición de darse un baño solar, llagas en ambas manos, el pañal cubriéndole el sexo, el cadáver de un hombre de ciento cuatro años de acuerdo al obituario publicado ese mismo día.


Carmen se pone a trabajar de inmediato los parientes le entregan el terno que le han escogido para el funeral. Lo empieza a cambiar maniobrando con el cadáver como si fuera un muñeco de paja. Completamente indiferente mientras yo le alzo la cabeza para que le ponga la camisa. El cuerpo se siente frío, como sostener hielo envuelto en algodón. Carmen le quita el pañal y yo no puedo evitar alejarme pero no lo suficiente como para dejar de sujetarle las piernas. Le limpia las nalgas y la parte baja de los testículos como si limpiara una mancha que se quedó en el espejo. Los parientes no lo dicen pero se nota la sorpresa en sus caras al ser testigos de la frialdad de Carmen. Cuando termina, le ajusta el pantalón, destornillo la tapa del ataúd, lo acomodamos ahí y lo llevamos a la casa de la familia.


Al llegar veo que Eduardo solucionó el problema del reclinatorio trayendo el indicado. Ponemos el féretro en el centro de velatorio y Carmen habla con los parientes. Esas llallitas en sus manos van a explotar el viejo va a oler a muerto les dice, negocia con ellos la aplicación de formol para que eso no suceda. Ellos aceptan. Traigo el formol y la aguja hipodérmica guardada en un compartimiento del tablero de la Ford. Carmen pide estar a solas con el difunto y pide algodón. En una pequeña batea vacía veinte ml de formol y llena la aguja. Le abre la camisa a José Edmundo, que es el nombre del finado según veo en el cartel que anuncia su velatorio, e introduce una aguja de seis centímetros en su estómago. Cuando la intenta sacar, forcejea un poco ya que la piel se pega a la aguja y se estira hasta poco más de treinta centímetros por encima del cuerpo. Repite la acción varias veces. Luego recarga la inyección y pincha en el muslo izquierdo .Se le cae un poco de formol encima del pantalón pero no parece importarle. Luego le inyecta la aguja en ambas manos, directamente en las llagas y luego, con el algodón remojado en la batea le inunda la boca. Cojo la máquina de afeitar para cortarle los pelos alrededor de la boca. Como lo hago gentilmente, Carmen me la quita y lo hace rápidamente. Ni que le fuera a doler -dice. Ya empezó el verano, pero cuando paso la mano sobre el cadáver hay una capa de frío sobre él, como si la muerte le saliera del cuerpo.


Recojo las cosas, atornillo el ataúd y Carmen cobra. Luego, nos vamos.


En la Ford le pregunto a Carmen sobre donde aprendió a aplicar formol. Me dice, y esta vez habla con más claridad, que el Jefe lo mandó a Colombia y a Miami a seguir talleres y cursos, que esto lo viene haciendo desde hacía veintiocho años y que empezó a mi edad. Se soba la barriga y atiende una llamada del Jefe. Corta y me dice que me va a dejar en el centro para que me vaya a mi casa más temprano para que vuelva antes de las dos de la tarde. En la entrevista para entrar al trabajo, Don Marcelino me dijo que tenían un experto en tanatopraxia y prácticas de embalsamiento que había sido mandado a capacitaciones en el extranjero. Nunca me imaginé que ese experto era el chofer.


El calor de principios de una tarde de verano se cuela por las paredes de la sucursal que la Funeraria tiene frente al Estadio Mansiche. Es ahí donde están los uniformes para los funerales. Un terno negro, pantalón gris con una línea oscura a cada costado, corbata negra y camisa. Somos cuatro los que nos cambiamos para el servicio. Los ternos son de invierno y las camisas no están lavadas. A pesar del sudor que implica cargar un ataúd sobre los hombros, el dueño se empecina en lavar los trajes cada dos y hasta tres usadas.


Subimos en las carrozas y limousine.


Carmen maneja la limousine y va con el Ponsi y Alex, otro miembro del personal. Mientras que yo voy en la carroza que lleva las flores, con Humberto, el chofer y Luis, un contratado externo. Llegamos a la iglesia Santo Domingo y entramos en el velatorio. Entre parientes llorando y otros con los ojos inyectados de sangre sacamos las lágrimas y flores del camino, nos ponemos el ataúd al hombro y caminamos hacia la iglesia. Es una caminada lenta y el peso del muerto lo hace más fácil. Parece como si lo hubieran enterrado con todas sus cosas. Llegamos a la parte frontal del templo y dejamos el féretro listo para la misa de cuerpo presente. Los cuarenta minutos que dura la pasamos riéndonos y llenando crucigramas en la parte del fondo.


Cuando terminan los ritos avanzamos hacia el cajón para llevarlo al carro e irnos al cementerio. Los familiares le piden a Alex, que es el que lidera el grupo que esperemos un momento, que es la última vez que lo van a ver. Tenemos otro muerto que enterrar más tarde y no estamos a tiempo así que Alex cierra el marco del ataúd y lo llevamos fuera de la iglesia. En plena calle, los parientes, que no son muchos, nos piden que caminemos un poco para lucir al muerto. Caminamos a pesar del dolor de hombros y después de media cuadra de caminata lo subimos a la limousine. Vuelvo a la carroza con Luis y bajamos en el cementerio Jardines de la Paz. Parados en la limousine, esperando que lleguen todos los parientes, me doy cuenta que soy el más pequeño de todos, que por eso el cajón posa todo su peso en mí.


Tenemos que caminar unos ciento cincuenta metros hacia la tumba. Lo hacemos lente, tenemos que hacerlo lento mientras me muerdo el dolor del hombro. Visto desde atrás el ataúd debe parecer un barco luchando por no hundirse, con el lado inferior derecho hundiéndose en el agua, el lado inferior derecho es mi lado. Llegamos justo antes de que el brazo se me cayera y cuando ponemos el féretro en la maquina que lo bajaría hasta el fondo de la tumba a Eduardo se le cae una moneda que tenia en el bolsillo de la camia.


Pa’l muerto-dice, apenado. Volvemos a la funeraria.


Recojemos un muerto que se velaba dentro de la Funeraria y lo llevamos al cementerio de Miraflores. Sólo Alex, Carmen y yo. Los familiares habían escogido la sexta fila del pabellón San Felipe. La sexta fila queda a dos pisos del suelo. Antes de subirlo por una de las escaleras que usan los limpiadores, los parientes le dan el último adiós. Se toman fotos junto a él. No puedo evitar sonreír para los flashes. Viendo a este muerto me doy cuenta que, como los recién nacidos, todos los muertos son iguales. No hay mucha diferencia entre este y el que le sujete las piernas en la mañana. Subimos la escalera con bastante esfuerzo. En el último escalón un último empujón logra meter el ataúd al nicho.


Ya, que se pudra. -dice Alex, mientras nos vamos entre las miradas de sorpresa e indignación de los parientes.

Monday, February 09, 2009

casi casi

Gané una mención honrosa en el concurso de cuento de la última feria del libro de Trujillo. Si a alguien le interesa aqui está lo que presenté. Felicitaciones a Andrea Fernandez que ganó el 1er puesto, yo la descubrí.



FUEGO EN LOS OJOS DEL HOMBRE

Seudónimo: Raindog


Para que un árbol tenga ramas que lleguen al cielo

debe tener raíces que lleguen al infierno.

Nietzche

La gente dice que el coyote es un brujo.

Muchas veces el brujo es un coyote.

Cormac McCarthy, Meridiano de Sangre

La cruz en lo alto del estrado tiene luces tras ella que al prenderse la ensombrecen creando una silueta negra divina. Sobre el suelo toda la asamblea canta mirando hacia ella, extasiada, como si estuviera esperando al mismísimo Mesías. Afuera el frío de la noche, adentro el calor del fervor de los fieles. Los camarógrafos y el equipo de producción calibran los lentes y ponen los detalles a las últimas luces. En una de las columnas que sostienen el cielo un hombre de rostro arrugado y saco raído se apoya. Bajo la cruz un letrero dice: ¡Tengo sed!

El hombre despertó sobre la tierra del desierto, con la mirada puesta en los pequeños montones de hierba esparcidos discriminadamente entre las piedras, como eligiendo sobre qué lugar crecer. Las sombras de lo poco que había parecían dibujadas por una mano divina, perfectas debido a la fuerza del sol dando de lleno contra esa parte de mundo. Se levantó y limpió el polvo de su camisa. Estaba hecha harapos. Un dolor en la parte baja de la costilla derecha le atacó como un puño y arqueó su cuerpo violentamente hacia delante. No recordaba quien era ni de donde había venido y por qué demonios se encontraba en medio de la nada.

El canto de la asamblea se eleva hacia el cielo.

En el cuarto más grande de la iglesia, Designio espera sentado el momento de salir. Juega con la estampilla de un santo, pasándosela entre los dedos mientras escucha los cánticos y rezos a lo lejos. Es un toro encorvado de espaldas anchas y rostro macizo, con la quijada prominente y ojos de jade que se esconden tras los parpados. Siente la puerta chillar tras él y una muchacha de piel cobriza, casi mujer, sin maquillaje pero dueña de una belleza salvaje, indómita, vestida con la falda obligatoria hasta los talones lleva un vaso con whisky y una servilleta en las manos. Designio piensa en el padre que nunca tuvo, si en algún lugar estará pensando en él. Si acaso aprobaría lo que hace. Se levanta y dirige hacía ella tomándola del brazo, examinándola como un animal nuevo. Le besa en los labios violentamente, la toca con vehemencia. No te niegues a nada que él te pida, le ha dicho su padre y ella obedece como Daniel ante el león. Las manos agrietadas y peludas del pastor la atraen contra su pecho. Ella no gime ni llora. Designio la deja sin terminar y la chica desaparece, en el acto, como un puño cuando se abre la mano.

Vagaba por el desierto sudando demasiado como un hombre botado por el mar en la orilla más seca de la costa. Aminoraba el paso cada vez más ante la persistencia del paisaje. Árido, silencioso, infame. No podía precisar el día ni la hora. Tenía la certeza que debía caminar en contra de las montañas pero en el oeste no encontraba ni siquiera una fina línea de horizonte azul.

La noche antes de llegar se había soñado entre dos precipicios que formaban un pasadizo por el cual sólo cabía un hombre a la vez. Atravesando el camino veía como en el gran muro de piedra a su derecha se dibujaba la imagen de un lagarto, un dinosaurio enorme, y en el otro una mujer que nunca había visto pero que en el sueño reconocía como su madre. La fina línea del cielo en lo alto brillaba dorada. Al llegar al final del estrecho todo fue consumido por el fuego. Despertó en medio del bus de servicio nocturno que lo llevaba a la ciudad donde ahora se encontraba, más confundido que asustado, mirando a los demás empañar las ventanas con el humor de sus cuerpos. Viajaba por tierra siempre debido a un incurable miedo a las alturas.

Bebió el whisky y subió al estrado entrando por una puerta trasera. Las luces de las cámaras le cerraron los ojos por un segundo. Todo estaba planeado a partir de aquí, cada movimiento estaba calculado y estudiado, hablaría, sanaría a quien tuviera que sanar y volvería al camerino. Ante la inmensidad del pastor todos los fieles eran piedras, inmóviles ante algo más grande que ellos. Caminó de un extremo a otro del estrado lentamente con el camarógrafo siguiéndole en paralelo desde el piso y en el fondo se escuchó una tos ahogándose con verguenza. Designio pasó su mirada sobre los hombres y la detuvo en uno de ellos, recostado contra una columna, mirándolo directamente, sonriendo como un desquiciado. Designio pensó en aquellos incrédulos, que entran de cuando en cuando a sus templos a ver por sus propios ojos los ritos del pastor. Le ignoró y empezó.

El hombre se encontró caminando sin rumbo por demasiado tiempo y una sed tortuosa se apoderó de él. Se arrodilló en el suelo y miróse las manos llenas de líneas, como senderos de tierra mil veces transitados. Escarbó hasta que el polvo encontró el camino hacia su garganta y cayó a merced del sol en un ataque de carraspeo. Cuando paró de toser se quedó observando la bóveda y se preguntó a cuantos pies de altura empezaba el cielo.

Como en un trance movía los brazos en el aire de tal manera que parecía pelear con algo invisible. Entre los fieles había quienes lloraban y se daban de golpes contra el pecho y en las paredes rebotaban las ondas de su voz. Desde el estrado Designio acusaba.

Nuestro Dios viene pero no en silencio, delante de El un fuego destructor, a su alrededor una fuerte tormenta. Jubilosos griten. Con vítores a dios en la boca. Espadas de dos filos en las manos.

Bajó del estrado y siguió gritando mientras tomaba fuertemente a los distintos creyentes de la cabeza y ellos lo miraban aterrorizadas. ¿Crees que mereces el reino portándote como lo estas haciendo? ¿Lo crees? Una muchacha rompió a llorar frente a él. Vendrá el verdadero dios y lo bendecirás pues el te bendecirá con fuego.

Subió al estrado y su repentina calma dejo al público confundido, fue como ver una bomba reconstruirse en reversa, aprisionando toda la explosión en el aire, confinándola en su centro. Dos ayudantes subieron con ahínco a un joven obeso de piernas extremadamente flacas y torcidas que se sostenía por unas muletas enormes. La quijada caída, dispuesta a soltarse del cráneo, la mirada estrábica. Designio lo miró desafiante. El enfermo en un extremo y él en otro. ¿Quieres salvarte? El muchacho afirmó con la cabeza. Alguien con tan poca voluntad no merece salvarse. Sí, quiero, gritó el muchacho y su voz era la de un niño. Designio dio unos pasos hacia delante y gritó con el brazo amenazante extendido hacia el joven.

¡FUEGO!

Como golpeado por un susto el joven retrocedió de un salto.

¡FUEGO!

El joven se tambaleó descalabrándose entre las muletas. Ahora Designio parecía un ser de otro mundo, su espíritu se había inflado tanto que los fieles le miraban atónitos. Los ojos como piras funerarias.

¡FUEGO!

Con un estruendo el joven cayó metros atrás desde donde estaba parado. Las muletas en el piso. Como atravesado por alguna lanza invisible, el muchacho quedó con la mirada en el techo y los brazos extendidos. En algún lugar de la ciudad, una anciana se sienta al borde de su asiento con la mirada fija en el televisor mientras los creyentes estaban inmóviles como fotografías.

El hombre se levantó una vez más y las sombras empezaron a desaparecer. El sol quemándole la cabeza. Caminó unos pasos y la convulsión volvió de aquel lugar donde habitan todos los dolores aprisionándolo en su propio cuerpo pues se tiró al suelo con la cabeza casi tocándose las pantorrillas y juró que ese era el lugar donde iba a morir. Lágrimas le brotaban de los ojos como pequeños chorros de agua entre los cimientos de una represa que no resiste más. El sufrimiento fue menguando de la misma manera que la marea baja en las playas y poco a poco se paró, temblando y descubrió una persona que a lo lejos le miraba.

El joven no despertaba después de varios minutos de silencio despiadado. Siempre los que habían sido sanados regresaban a la vida milagrosamente en un acto previamente ensayado. Luego de quedar tendidos en el piso, levantaban una mano y cerraban el puño, se paraban por sí solos y la asamblea explotaba en cánticos de alabanza. Hoy no había sido así. Designio, imperturbable, esperó un poco más hasta que tuvo que acercarse, con la gracia y soberbia de un rey forzado a tocar a un plebeyo, al muchacho solo para comprobar, apenas lo tocó, que su piel ardía como si alguien hubiera incendiado su interior. Se tiró hacía atrás sin poder esconder la cara suspendida en una mueca de estupefacción. Los fieles se dieron cuenta del terror de su ídolo y la familia del joven se abalanzo al estrado y Designio se dirigió al camerino.

Que mierda ha pasado.

Ese no era el chico que entrenamos.

Mierda, como que no era.

Parece que era un enfermo de verdad. Pensamos que usted lo había preparado todo.

Mierda.

Designio empujó al asistente en su salida del camerino con tal fuerza que este se quedó tendido en el piso. El séquito que lo había acompañado desde la otra ciudad le llevó al hotel y ahí se quedó enclaustrado hasta el día siguiente. No salió ni aún cuando los fotógrafos y creyentes se agolparon a las paredes de su hotel. En la autopsia de ley habían encontrado el interior del chico completamente chamuscado y Designio estaba perdido. Sus asistentes nunca habían visto al hombre tan desesperado. Pasó toda la tarde golpeando las paredes del cuarto y cuando entraron a llevárselo de vuelta a su ciudad lo encontraron agazapado en un rincón de la habitación con los puños pintados de sangre y el rostro hinchado como víctima de envenenamiento, las ropas maltrechas y llorando.

Recordó todo cuando divisó a lo lejos, al otro hombre mirándole de vuelta.

Se vio subiendo al autobús, acomodándose en los dos asientos que había comprado y tapándose los oídos para no escuchar las protestas de quienes lo habían seguido hasta la estación, mirando hacía la oscuridad de la carretera, tratando de adivinar que se escondía en ella. Pensándose un asesino.

Luego el choque.

El golpe seco de la inercia, acompañando al bus, dando vueltas cuando este las daba, mientras veía los cuerpos caer hacía el costado y hacía delante. Despertándose o no en medio de la furia. Él cayendo sobre el cuerpo de una señora en un asiento contiguo sintiendo otro cráneo rompiéndose bajo su cuerpo. Luego escapando a rastras entre los vidrios rotos. Otro sobreviviente reptando entre los escombros y el fuego con el hueso asomándose del codo y parte de la cabeza con el cabello arrancado por un raspón violento. Él caminando lejos del choque hacia las montañas. Volteó la cabeza y vio un camión de carga empotrado en lo que antes era la parte frontal del bus en una fusión monstruosa. Un grito de dolor a la distancia. Fue hacia él y se encontró con un muchacho aproximadamente de la misma edad y el mismo destino del joven que el día anterior había matado por un acto sobrenatural. Un pedazo de luna se le había incrustado en la garganta, la sangre le brotaba como un vómito hasta que dejó de gritar.

Llegó hasta el hombre que le observaba cuando el sol caía en el horizonte y la luna se asomaba. Se encontraba parado sobre una piedra en el medio del desierto, una pierna alzada, con los brazos abiertos y la sonrisa perturbadora, imitando a un acróbata. Alcoholizado. Era el hombre de la iglesia, el que miraba recostado contra la columna. Los pelos alborotados y la cara rasgada por el tiempo. Su voz era como si la hubieran sumergido en ron, puesto a secar con humo de cigarro y luego tirada en la carretera para ser arrollada por un auto.

Tú estabas en la iglesia.

Tu también.

Sabes que he hecho.

No

Pero si estuviste ahí

Sé que pasó pero no sé que hiciste

¿Qué haces aquí parado en medio de la nada?

No es tu problema

¿Ibas en el bus? ¿Te chocaste tú también?

No

¿Qué haces aquí?

El hombre no respondió y empezó a cantar una canción.

Me gusta mi ciudad / con una pequeña gota de veneno/ Oh cariño cariño / todos tienen ataques al corazón /¿Hizo el diablo la tierra mientras Dios dormía?

Agitó sus brazos en el aire como un cuervo y cuando Designio siguió su camino lo detuvo.

¿Qué se sintió poder matar a alguien solo con decirlo?

Designio le quedó mirando.

¿Cómo fue sentir la fuerza de tu voluntad saliendo de tu cuerpo y matar a otra persona?

El pastor se abalanzó contra el hombre como un animal pero este se esfumó en el aire y reapareció cuando Designio estaba en el piso. El pastor, aterrorizado, retrocedió con los codos magullados apoyándose en la tierra.

¿Qué eres? Tú hiciste lo que pasó en la iglesia. ¡Fuiste tú!

No, todos vimos como TÚ levantaste el brazo y como TÚ mataste a ese pobre muchacho.

¡No! Eres el diablo o algo así.

El hombre se rió.

No existe el diablo – dijo el hombre estirándose sobre la piedra fingiendo que despertaba de un sueño profundo- sólo un Dios dipsómano.

Designio vio el fuego en los ojos del hombre, se reconoció y empezó a correr. Estaba bastante lejos cuando escuchó que el hombre gritó.

¡HIJO!

Todo cobró sentido. Se volteó y aunque había ganado distancia, el hombre estaba tras él sobre la misma piedra. Con los brazo abiertos a la espera de el pastor. El fuego en sus ojos se encendió; en las montañas un rayo partió el silencio.

Sus labios se movían solos, eran de otra persona que nacía en su interior en ese mismo instante, parido por el fuego. Musitó.

Padre.

Y es así como el fin comienza.