Tuesday, April 17, 2007

Máquinas para matar personas


Son las diez y cuarto y Cleo Claton se limpia la sangre de la cara. Aturdido por las explosiones y derrumbamientos camina sin rumbo entre piernas y brazos desmembrados que decoran el estacionamiento de las ruinas de Bath School. Llega hasta el coche del profesor Andrew y dentro lo encuentra peleando salvajemente con un viejo al quien recuerda haber visto pasear por los ahora destruidos pasadizos de la escuela. Un escopetazo lo coge del corazón y en la fracción de segundo que ve el fuego de la explosión nacer desde el asiento trasero y empezar a quemar el aire alrededor de su pequeño cuerpo, solo atina a hacer lo que cualquier niño de ocho años haría: orinarse en los pantalones.

Cuarenta y cinco personas, en su mayoría niños de seis a 12 años, murieron ese 18 de Mayo de 1927 en Michigan a causa de las bombas del profesor Andrew Kehoe.

Treinta y dos años y miles de kilómetros hacía el oeste, en Texas, el pequeño Billy Hawes corre junto a sus demas compañeros empujado por una profesora lo más rápido que puede hacía la puerta de la escuela. Tropieza y sus rodillas raspan el piso. Le arden. Mira sobre su espalda y ve a un hombre y un niño en medio del pandemonio, estáticos, observando la estampida. Paul Oregon, el hombre, levanta el maletín que tiene entre sus manos y presiona un botón posicionado en la base de el, liberando lo que según sus palabras era la voluntad de Dios.

Ocurrió un septiembre de 1959, seis personas incluyendo a Oregon, su hijo y Billy fallecieron.

Sólo siete años después, Charles Whitman sube, gimiendo, los veintisiete pisos de escalera de la torre de la universidad de Texas. Dolido por haber matado a su esposa y su madre esa misma madrugada, Whitman desmaya a culatazos a la recepcionista Edna Townsley. Se asoma por el balcón, pone la escopeta en el piso mientras desempaca el Rémington, la mágnum y el machete. A las once y cuarenta y ocho empiezan a sonar los primeros disparos. Charles Withman apunta al lado oeste del campus y la calle Guadalupe, un distrito comercial donde la gente, desde veintisiete pisos de alto, parecia pequeñas hormigas corriendo a sus escondites.

Trece muertos se asaban al sol de mediodía.

Son los últimos años de los 90 y en Mississippi, Christina Menefee es testigo de cómo una bala revienta la cabeza de su amiga Lydia Dew en pleno pasadizo de la escuela Pearl. Al voltear hacía la dirección de dónde vino el ataque se encuentra con su ex-enamorado, que para ese momento ya había apuñalado y golpeado a su propia madre, vestido con una larga gabardina y apuntando el rifle hacia ella.

En Oregon, al siguiente día de matar a su padres, Kip Kinkel entra a la escuela Thurston armado de un rifle y pistola calibre 22. y una 9mm semi-automática. A las nueve de la mañana abre fuego en contra de sus compañeros matando a dos e hiriendo a veinticinco.

En Arkansas, Mitchell Johnson y Andrew Golden, de trece y once años respectivamente, disfrazados de militares, se separan para ejecutar su plan en la escuela Jonesboro. Uno suena la alarma contra incendios mientras el otro trae las siete armas de fuego que escondían fuera del lugar. Cuando los alumnos y profesores salen de sus salones son sorprendidos por una lluvia horizontal de proyectiles. La masacre deja cuatro niñas y un profesor muertos.

Es 1999 y, en Littleton, Colorado, Eric y Dylan entran a la escuela después de una clase exhaustiva de bolos. Minutos después Rachel Scott, sangrando de los brazos y piernas, es obligada a contestarle al cañón de un rifle de asalto si cree en Dios, Si creo responde y dos disparos a la cabeza se incrustan en la tierra después de perforarle el cerebro. Scott fue la primera de doce muertos, sin incluir el suicidio de los asesinos Eric Harris y Dylan Klebold, y mas de veinte heridos que dejó la masacre de Columbine. Fue recién en ese momento que el mundo se dio cuenta que la primera potencia del mundo, la nación ejemplar, la de los New York Yankees, la del American Dream y pie de manzana, la casa de los valientes y tierra de los libres, no era tan perfecta como se creía.

Cada año desde el 99 hay dos o tres atentados o pequeñas masacres en campus universitarios o territorio escolar en Estados unidos.

Ayer murieron treinta y tres personas (presuntamente) a manos de un chinín en la Universidad de Virginia. Es hora que los yunaites re-elaboren sus políticas no sólo con respecto a la seguridad estudiantil sino también en lo que concierne al uso de armas doméstico. Asociaciones pro-armas como la NRA (Asociación Nacional del Rifle) se escudan tras la Segunda Enmienda diciendo que es el derecho de cada ciudadano norteamericano el portar armas y pólvora y que las causas de los atentados tienen que ver con cualquier otra cosa (videojuegos, películas violentas, o música satánica) menos con el hecho de tener, cada americano en su casa, una máquina para matar personas.

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